Glozel: entre el descubrimiento del siglo y la estafa del milenio

El 1 de marzo de 1924, una vaca metió la pata en un agujero que cambiaría la arqueología francesa para siempre. Bueno, quizá «cambiar» no sea la palabra exacta, pero desde luego la revolvió como pocas veces se ha visto. Ese día, en Glozel, un diminuto caserío rural de la región francesa de Auvernia, el joven Émile Fradin ayudaba a su abuelo Claude a arar un terreno. Cuando liberaron la pata de la vaca del hoyo, descubrieron algo inesperado: bajo tierra había una cámara subterránea hecha de ladrillos y losas de arcilla. Dentro encontraron huesos humanos, fragmentos de cerámica y, lo más intrigante, una tablilla de barro grabada con símbolos extraños que nadie reconocía.
La noticia corrió como la pólvora y los vecinos curiosos empezaron a hurgar en el lugar, pronto bautizado como el Champ des Morts, el Campo de los Muertos. La maestra local, alarmada, avisó a sociedades históricas regionales. En julio de 1924 llegaron el profesor Benoît Clément y el magistrado Joseph Viple, que excavaron la cámara de forma bastante brusca, derribando paredes a golpe de pico. Su veredicto fue tibio: los restos parecían genuinos pero no muy antiguos, quizá de época galo-romana, entre los siglos I y IV de nuestra era. Les recomendaron a los Fradin que volvieran a sus vacas, que allí no había gran cosa que rascar.
Pero entonces apareció Antonin Morlet, un médico de Vichy aficionado a la arqueología, que leyó una nota sobre Glozel en enero de 1925 y pensó que aquellos eruditos se habían equivocado de cabo a rabo. Visitó la granja en abril, examinó los materiales y se convenció de que aquello era muchísimo más antiguo. Propuso a la familia financiar excavaciones de su propio bolsillo a cambio de quedarse con las piezas. Los Fradin, que no tenían un duro, firmaron encantados por 200 francos anuales.
Lo que Morlet desenterró durante el verano de 1925, con la ayuda entusiasta de Émile, fue sencillamente alucinante. Ídolos de barro, vasijas decoradas con ojos redondos como de búho, piedras grabadas con figuras de animales, herramientas de sílex, astas de ciervo trabajadas, amuletos y, sobre todo, decenas de tablillas de cerámica cubiertas de inscripciones desconocidas. En un par de años extrajeron más de 3.000 objetos. Los Fradin montaron un museo casero en una habitación de su granja y empezaron a cobrar entrada a los curiosos.
Morlet estaba convencido de haber descubierto un yacimiento prehistórico extraordinario. En septiembre de 1925 publicó un informe con Émile Fradin como coautor, situando el conjunto en el Neolítico, entre el 5000 y 6000 antes de Cristo, y proponiendo nada menos que reescribir la prehistoria europea.
El problema es que nada de aquello tenía sentido. ¿Cómo podían aparecer mezclados objetos de épocas tan distintas? ¿Herramientas supuestamente paleolíticas junto a cerámicas neolíticas con inscripciones alfabéticas? Algunas tablillas mostraban dibujos de renos, animales extintos en Francia desde hace 12.000 años, pero también letras similares al alfabeto fenicio, cuya invención no se remonta a antes del 2000 antes de Cristo. Aquello era un cóctel anacrónico explosivo.
El informe de Morlet fue recibido con escepticismo e incluso burla por el estamento académico francés. No ayudaba que sus autores fueran «un aficionado y un campesino», sin el aval institucional de universidades o museos. Para defender sus hallazgos, Morlet invitó en 1926 a varios arqueólogos renombrados a inspeccionar Glozel, entre ellos Salomon Reinach y el célebre Abbé Henri Breuil. Inicialmente ambos avalaron la autenticidad del yacimiento, pero la controversia crecía y las posturas cambiaban de un momento a otro. Breuil acabó exclamando que «todo es falso, salvo la cerámica». Reinach también se retractó. El campo arqueológico francés se polarizó en dos bandos irreconciliables que la prensa bautizó como «glozelianos» versus «antiglozelianos».
En septiembre de 1927, la disputa alcanzó escala internacional en el congreso del Instituto Internacional de Antropología celebrado en Ámsterdam. Se decidió nombrar una comisión científica neutral, encabezada por el español Pere Bosch-Gimpera, que llegó a Glozel el 5 de noviembre bajo la atenta mirada de decenas de curiosos y periodistas. Cuando publicaron su dictamen justo antes de Navidad, la conclusión fue demoledora: Glozel no era un yacimiento antiguo. Aparte de unas pocas piezas de sílex y cerámica, todo lo demás era de origen reciente. En otras palabras, insinuaron fraude.
La reacción fue explosiva. René Dussaud, conservador del Louvre, acusó públicamente a Émile Fradin de haber falsificado las tablillas. Fradin respondió presentando una demanda por difamación el 8 de enero de 1928. Mientras tanto, los periódicos seguían cada giro con pasión. En febrero de 1928, el presidente de la Sociedad Prehistórica Francesa, Félix Regnault, denunció a Émile ante la policía por fraude. El 25 de febrero, agentes allanaron la exposición casera, destrozaron vitrinas y confiscaron objetos como prueba. Pero increíblemente, una segunda comisión oficial volvió en abril de 1928 y, para sorpresa general, emitió un informe contradiciendo a sus colegas: ahora defendían que las piezas sí eran auténticas. La confusión era total.
Lo sorprendente del Affaire Glozel es que inundaba los periódicos de Francia y medio mundo. Un árido debate arqueológico había capturado la imaginación popular. Más de 1.500 artículos aparecieron en prensa en al menos 10 idiomas distintos. El público asistía asombrado a este enfrentamiento entre sabios, casi como si de un folletín por entregas se tratase.
Tras la vorágine mediática, la contienda se trasladó a los tribunales. El instructor del caso encargó un análisis forense a Gaston-Edmond Bayle, jefe del Laboratorio de Policía Científica de París. Sus hallazgos fueron demoledores: en el interior de la arcilla de las tablillas detectó materiales intrusos modernos, fragmentos vegetales, pelos y fibras teñidas con tintes sintéticos. En casa de los Fradin se encontró una cacerola con barro húmedo idéntico al que recubría algunos objetos. En junio de 1929 el juez inculpó formalmente a Émile Fradin por estafa.
Sin embargo, el perito Bayle fue asesinado poco después, irónicamente a manos de un desequilibrado ajeno a Glozel. Su muerte dejó sin testigo clave a la fiscalía. En abril de 1931, la Corte de Apelación anuló la inculpación de Fradin por falta de pruebas concluyentes. En marzo de 1932, el tribunal falló a favor de Fradin en la demanda por difamación, declarando a Dussaud culpable. En la percepción pública, la balanza se inclinó a favor del humilde campesino.
Tras aquella victoria moral, los ánimos se apaciguaron. Morlet cerró voluntariamente el yacimiento en 1936 «hasta que las generaciones futuras de arqueólogos, con técnicas más avanzadas, puedan examinarlo». Glozel cayó en un letargo silencioso. Morlet nunca se retractó y antes de morir en 1965 dejó dicho a Fradin «que nunca se rindiera».
Hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX para que el misterio se reabriera con herramientas modernas. En los años 1970 se aplicó la termoluminiscencia a varias cerámicas y tablillas, con resultados sorprendentes: las dataciones fueron muy dispares, desde época celta, siglo VI antes de Cristo, hasta el siglo XVIII, con algunos ejemplos evidentemente modernos. En 1975, en un simposio en Oxford, se reconoció que quizá algunos objetos eran auténticos y antiguos. Finalmente, en 1983, el Ministerio de Cultura francés autorizó reanudar las excavaciones oficiales. Un equipo multidisciplinar analizó el yacimiento entre 1983 y 1990. La conclusión fue matizada: Glozel no albergaba ninguna cultura neolítica desconocida, pero tampoco era un mero engaño. La mayor parte de los restos correspondían a la Edad Media, con presencia de algunos objetos genuinos de la Edad del Hierro, todo mezclado con ciertos elementos claramente modernos y probablemente fraudulentos.
Fradin mantuvo toda su vida, murió en 2010 a los 103 años, que él nunca falsificó nada.
A casi un siglo de aquel hallazgo casual, el veredicto de la historia ha resultado más matizado de lo que cualquiera imaginó. Ni tesoro neolítico ni simple engaño: Glozel terminó siendo un rompecabezas donde confluyeron piezas de distintos tiempos. Parte del problema fue que las excavaciones iniciales carecieron de rigor. Morlet, con buena intención pero poca técnica, revolvió todo sin un registro claro. Por otro lado, tampoco los expertos oficiales se lucieron: muchos actuaron con precipitación, dogmatismo y egos heridos, dejando que las rencillas personales contaminaran el debate científico. El enigma de Glozel nos dejó lecciones valiosas sobre los peligros de mezclar sensacionalismo mediático con ciencia, sobre cómo incluso los expertos pueden verse arrastrados por sus rivalidades, y cómo la verdad puede quedar sepultada temporalmente bajo capas de escándalo. En ciencia, como en la vida, la verdad suele ser esquiva y a veces habita incómodamente en el punto medio entre dos extremos.
Alexis
5/11/25 03:42
¡Pues vaya historia y vaya lío!… Y a todo esto ¿al final, qué? ¿De qué época era de verdad la covacha propiamente dicha? ¿Cuáles eran los restos que verdadera y originalmente contenía desde un principio? ¿Había algo de inscripciones y escrituras que fuera auténtico? ¿Realmente el contenido original y genuíno ya mezclaba cosas medievales con otras mucho más antiguas? ¿O se mezclaron ahí materiales arqueológicos diversos auténticos, pero de manera fraudulenta, aparte de meras falsificaciones?…
Me he quedado yo ahí con ganas de alguna mayor y más acotada resolución de todo ese fregao, que no conocía, o del que no me suena haber oído o leído nunca antes.
Saludos.
Eroton
5/11/25 16:13
Eso, eso, ¿al final el hijo era suyo, o del comisario?