La opción nuclear que divide a los científicos ante 2024 YR4

El 27 de diciembre de 2024 surgió una noticia de esas que disparan la imaginación y encienden las alarmas: un asteroide pequeño —pero no minúsculo— catalogado como 2024 YR4 que, en su momento, parecía jugar con la idea de llamarnos a la puerta. En artículos anteriores en este blog hice un seguimiento de esta noticia: en un primer lugar la probabilidad de impacto apuntaba a la Tierra, esa probabilidad iba en aumento día a día. Unas semanas después, tras afinar las observaciones y cribar órbitas, la amenaza directa a nuestro planeta se desvaneció y la atención se trasladó a la Luna. Es una historia con dos actos: de la alarma terrestre a la incertidumbre lunar, y en medio, mucho cálculo, telescopios —incluido Webb— y muchos números que conviene poner sobre la mesa sin histerias.
¿Qué pasaría si un objeto de unas decenas de metros —las estimaciones de observación situaban a YR4 en torno a los 60 metros de diámetro— impactara en la Luna? A primera vista la Luna es inmensa y el vacío entre cuerpos un buen colchón de seguridad; sin embargo, un impacto en un satélite como ese no es un espectáculo inocuo. La Luna carece de atmósfera significativa que frene o disperse material, así que la energía del choque se traduce en eyección de regolito y fragmentos a alta velocidad. Parte de ese material puede alcanzar velocidades y vectores que lo envían hacia órbitas que cruzan la ruta de satélites en LEO (Low Earth Orbit). Un estudio reciente que ha reavivado el debate plantea que, en el peor de los escenarios, el impacto lunar podría multiplicar el flujo de micrometeoroides en las órbitas bajas durante unos días por factores muy altos, lo suficiente como para poner en riesgo redes satelitales sensibles, satélites de observación y, en condiciones extremas, operaciones tripuladas.
¿Riesgo para la Tierra? La respuesta directa es: prácticamente nulo en términos de impacto directo. La gravedad y la geometría del sistema Tierra‑Luna hacen que la traslación masiva de fragmentos hasta alcanzar y atravesar la atmósfera terrestre sea extraordinariamente poco probable si hablamos del grueso de la masa. Lo que sí puede preocupar es el efecto colateral en la infraestructura espacial: más basura, más micropartículas a velocidades orbitales que se convierten en amenazas para satélites —y costes— y una molestia seria para cualquier actividad humana en órbita.
¿Y si ya es tarde para desviar? Esa pregunta es la que mata el romanticismo: las técnicas tipo DART, que consisten en pegarle a un asteroide con una sonda para cambiarle un poquito la velocidad, funcionan bien cuando hay tiempo y cuando la física del cuerpo objetivo es predecible. Tras la campaña de observación y el trabajo de modelado, los equipos que han estudiado 2024 YR4 concluyen que la combinación de tamaño (~60 m), rotación relativamente rápida y, sobre todo, incertidumbre interna (masa, densidad, porosidad, estructura de bloques) hace que una maniobra puramente cinética sea demasiado arriesgada si queda poco margen: el empujón puede no ser el que esperamos o —peor— producir fragmentación no controlada que cambie el problema en lugar de arreglarlo.
El estudio mencionado, en el que se basan tantos titulares en prensa estos días, va al grano: analiza opciones de reconocimiento, deflexión cinética y lo que llaman «disrupción robusta». En lenguaje llano, eso significa que si no puedes estar seguro de que un empujón suave cambiará la trayectoria de todo el objeto, quizá la única forma de garantizar que la mayor parte de la masa deje de representar un riesgo sea fragmentarlo y asegurar que los fragmentos resultantes no sigan la misma ruta peligrosa. Aquí entra la opción nuclear como herramienta por su densidad energética: un artefacto nuclear libera una cantidad de energía por kilo de masa embarcada que ninguna misión química puede igualar, y en plazos más cortos puede proporcionar el el impulso extra de velocidad necesario a los fragmentos.
Para 2024 YR4 hay márgenes en los que una misión de disrupción —cinética o con carga nuclear— podría lanzarse y cumplir los objetivos. Eso no quiere decir que sea fácil. Hay tres capas de problema: la técnica, la física y la política. A nivel técnico hay que diseñar y construir una misión en plazos muy ajustados; a nivel físico hay que anticipar cómo se rompe el cuerpo y dónde acabarán los fragmentos; y a nivel político hay que resolver un nudo legal: los tratados que regulan armas nucleares y explosiones en el espacio no fueron redactados pensando en este escenario de defensa planetaria, y cualquier detonación tendría que autorizase de forma excepcional y extremadamente transparente para evitar una crisis diplomática.
¿Y los riesgos de que la detonación no haga lo que tiene que hacer? Primero, si parte de la masa queda prácticamente intacta o si la fragmentación genera fragmentos relativamente grandes que, por azar, toman una trayectoria problemática, podríamos haber cambiado la naturaleza del riesgo sin haberlo eliminado. Segundo, los modelos muestran que una detonación no óptima puede producir más piezas que antes no existían, y algunas de esas piezas podrían acabar en órbitas que intersecten la Tierra, aunque la probabilidad de que un fragmento importante impacte la superficie terrestre sigue siendo baja; no nula, pero baja. Tercero, la detonación arrojaría incertidumbres sobre la contaminación radioactiva si por algún error el artefacto se parte y no detonase con la geometría prevista; diseñar la misión para minimizar esa posibilidad es parte del problema técnico y político.
Hay además un riesgo operativo y reputacional: ¿quién decide? ¿quién comprueba que la detonación se hace por razones científicas y no por interés geopolítico? El Tratado del Espacio y el Protocolo de Prohibición de Pruebas nucleares en el espacio complican cualquier acción unilateral; por tanto, cualquier intención realista pasaría por foros multilaterales —ONU, comités técnicos y mecanismos de verificación— antes de activar un detonador.
Al final de la historia hay números y probabilidades que conviene recordar: hoy la mayoría de escenarios probable no terminan en impacto lunar; el porcentaje que genera alarma está en torno al 4 % después de ciertos cálculos de órbita. Montar una misión de reconocimiento para afinar la órbita, caracterizar la estructura y reducir la incertidumbre es, salvo en casos extremos, la primera y mejor opción. Si los observatorios confirman el peor de los escenarios, entonces tocará debatir y posiblemente activar soluciones más drásticas.
Eroton
7/10/25 03:24
Así se arregla todo, a zambombazo limpio; y quien venga detrás, que lo barra.
Menos mal que Bruce Willis ya no está para muchos trotes.
Para un objeto rocoso de unos 65 m. de diámetro como mucho, unas 220000 toneladas métricas, y con una velocidad al aproximarse al sistema solar interior de unos 25 a 40 Km/s… ¿no sería más sensato detonar esas cargas justo antes de impactar delante suyo, de forma secuencial, para tratar de aminorar su velocidad, estrechar su órbita, y evitar que se fraccione?
Como excusa, son las tantas de la madrugada.
Alll
7/10/25 23:41
Un impacto lunar en la cara visible seria un buen espectaculo