Los rollos del Mar Muerto

A veces, la historia sagrada necesita una cueva polvorienta para hablar más claro que mil púlpitos. En 1947, un pastor beduino buscando una cabra extraviada tropezó, sin saberlo, con uno de los descubrimientos arqueológicos más significativos del siglo XX: los Rollos del Mar Muerto. Lo que parecía una anécdota trivial en el desierto de Judea resultó ser una cápsula del tiempo que nos conecta directamente con el judaísmo del Segundo Templo, el caldo de cultivo del cristianismo y, en cierto modo, el eco de fondo que resuena también en el islam.

Los manuscritos, unos 972 textos hallados entre 1947 y 1956 en las cuevas de Qumrán, datan de entre el siglo III a.C. y el año 66 d.C. y fueron escritos en hebreo, arameo y griego. Contienen copias de casi todos los libros del Antiguo Testamento (salvo Ester), junto con salmos adicionales, reglas comunitarias, himnos, escritos apócrifos y profecías. Entre los hallazgos más impactantes figura un rollo completo del libro de Isaías, el mismo Isaías que predice la llegada de un «siervo sufriente» que redime al pueblo. Sí, ese mismo que siglos después los cristianos identificarán con Jesús de Nazaret.

Y aquí viene lo jugoso: ese texto de Isaías estaba ya en circulación más de cien años antes de que naciera Jesús. No hay ni un rastro de interpolaciones cristianas ni retoques teológicos. Estaba allí, intacto. Esto ha desarmado, al menos en parte, la idea de que los textos bíblicos fueron manipulados ad hoc para justificar el cristianismo. Al comparar los rollos con el texto masorético del siglo IX, las coincidencias son abrumadoras. Algunos esperaban un escándalo textual; lo que obtuvimos fue una palmada en la espalda a los copistas judíos.

Uno de los pasajes más citados por los cristianos es Isaías 53, que dice: «Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto… Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados». Otro fragmento notable es Isaías 9:6: «Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro… y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz». Estos textos, hallados en el rollo completo de Isaías descubierto en Qumrán, estaban allí siglos antes del nacimiento de Jesús, y han sido interpretados por los cristianos como prefiguraciones claras de su figura mesiánica.

Los rollos también permiten entrever la vida de una comunidad devota, probablemente los esenios, que vivían esperando la intervención divina, el fin de los tiempos y la llegada de uno o incluso dos mesías: uno sacerdotal y otro real. Eran estrictos, apocalípticos, algo obsesionados con la pureza ritual… pero todo eso no suena tan lejano si uno piensa en Juan el Bautista o ciertos ecos del cristianismo primitivo.

Para el judaísmo actual, los Rollos del Mar Muerto han sido una validación de su fidelidad textual. El hecho de que la Torá de entonces sea prácticamente la misma que la actual ha sido un motivo de orgullo religioso y cultural. No han modificado la práctica religiosa, pero sí han fortalecido la confianza en la transmisión de la Ley. Además, los textos no reflejan un judaísmo unificado, sino plural y en debate, lo que ayuda a entender mejor el surgimiento del cristianismo como una de tantas interpretaciones posibles.

¿Y el islam? Aunque los rollos no mencionan ni a Mahoma ni al Corán (por razones cronológicas obvias), sí aportan contexto. En la teología islámica se afirma que los textos revelados anteriores al Corán fueron corrompidos. Pero los Rollos del Mar Muerto, al mostrar la fidelidad de la transmisión bíblica hasta por lo menos el siglo I a.C., invitan a matizar esta afirmación. Como mínimo, ofrecen un punto de referencia para el diálogo interreligioso sobre la conservación de la revelación.

En resumen, los Rollos del Mar Muerto no revolucionaron la teología con nuevas doctrinas, pero sí revolucionaron la confianza histórica en los textos sagrados. Son una máquina del tiempo que confirma, matiza y a veces cuestiona, pero siempre ilumina. No vinieron a desmentir ni a reforzar ninguna fe concreta, sino a recordarnos que, antes de los dogmas, hubo manuscritos; antes de las iglesias, cuevas; y que, a veces, para escuchar la palabra escrita más antigua, hay que oír el eco del pergamino en una vasija olvidada del desierto.



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