Om Seti
Hoy os traigo la historia de una niña inglesa que cayó por las escaleras, murió durante unos minutos y regresó con un mensaje del pasado. Podría parecer el inicio de una película de sobremesa, pero no: fue la historia real de Dorothy Eady, una mujer que vivió convencida de haber sido una sacerdotisa egipcia en una vida anterior, y que acabaría trabajando en los mismos templos que, según ella, ya había recorrido tres mil años antes. Esta es la historia de Om Seti.
Londres, 1907. Una tarde cualquiera, en una casa modesta del sur de la ciudad, una niña de tres años llamada Dorothy Eady tropieza en lo alto de una escalera. La caída es brutal. Se golpea la cabeza contra los escalones y queda inconsciente. Su madre, presa del pánico, llama al médico, que tras examinarla declara que la pequeña ha muerto. Pero cuando vuelve más tarde para certificar el fallecimiento de forma oficial, ocurre lo imposible: Dorothy está sentada en la cama, viva, serena, con una sonrisa extraña y la mirada ausente. Nadie se lo explica. Y quizá, en ese momento, nació algo más que una superviviente: nació un misterio. A partir de ahí, Dorothy empieza a mostrar comportamientos que desconciertan profundamente a sus padres. Al ver una ilustración del templo de Abydos en una revista ilustrada, señala con el dedo y suplica que la lleven «a casa». No habla de su barrio, ni de su país, sino de un lugar en el corazón del Alto Egipto. Sus sueños nocturnos están llenos de columnas talladas, estanques de loto y cánticos que parece entender sin haberlos aprendido. En una visita al Museo Británico, mientras otros niños corretean entre las vitrinas, ella se arrodilla solemnemente ante una estatua de granito de Seti I y le besa los pies con una devoción impropia para su edad. Declara sin dudar que ese es su mundo, que esas figuras de piedra son su gente. Sus padres, angustiados, llegan a consultar médicos, curas y hasta hipnotistas, pero nadie logra ofrecerles una explicación satisfactoria.
En la adolescencia, los sueños de Dorothy adquieren una intensidad casi teatral. Asegura que, en las noches de luna llena, se le aparece una figura majestuosa, envuelta en una capa azul y con la mirada solemne de quien ha gobernado imperios: se presenta como el faraón Seti. Ella no lo ve como una visión cualquiera, sino como un reencuentro con alguien profundamente conocido. Con el tiempo, dice recordar que su verdadero nombre era Bentreshyt, que en lengua egipcia significa «arpa de alegría». Según sus visiones, fue entregada siendo niña al templo de Abydos, donde fue criada como sacerdotisa virgen, consagrada al dios Osiris. Allí, en el recinto sagrado, conoció al faraón Seti I. Él era un visitante habitual del templo; ella, una joven cuya voz estaba destinada a los cánticos rituales. De esa unión imposible nació un amor secreto, apasionado, pero condenado. Cuando Bentreshyt quedó embarazada, la amenaza de romper sus votos y deshonrar el templo fue demasiado. Avergonzada y sin escapatoria, decidió poner fin a su vida. A los ojos de Dorothy, esa tragedia no era una leyenda, sino un recuerdo. Su existencia presente era la continuación de esa historia inconclusa, una segunda oportunidad para cerrar el ciclo y reencontrarse con quien, en su corazón, nunca había dejado de amar.
A los 29 años, Dorothy se casa con un joven egipcio llamado Emam Abdel Meguid, y juntos se trasladan a El Cairo. Allí, en pleno corazón de una ciudad vibrante y caótica, da a luz a un hijo al que pone por nombre Seti, en honor al faraón que lleva visitándola en sueños desde su adolescencia. En Egipto, el hecho de llamar a una mujer por el nombre de su hijo es costumbre, y así Dorothy pasa a ser conocida como Omm Seti: «la madre de Seti». Sin embargo, la felicidad conyugal dura poco. Su marido acepta un trabajo en Irak, pero Dorothy se niega a abandonar Egipto. Para ella, ese país no era solo su residencia actual: era el hogar al que había regresado tras siglos de ausencia. Se separan de manera amistosa, y Dorothy decide quedarse, sola, en la tierra que considera sagrada.
Pronto encuentra trabajo como dibujante y copista para el Departamento de Antigüedades Egipcias. Su conocimiento autodidacta de los jeroglíficos, cultivado desde niña, la convierte en una colaboradora excepcional. Trabaja codo a codo con arqueólogos prestigiosos, como Selim Hassan y Ahmed Fakhry, documentando tumbas, transcribiendo relieves y ayudando a clasificar hallazgos en Giza, Saqqara y Dashur. De día, es una empleada meticulosa y muy respetada por su eficiencia. De noche, su vida transcurre en otra dimensión: reza oraciones al dios Osiris en lengua egipcia antigua, celebra fiestas religiosas con incienso, pan y vino, y mantiene, según ella, conversaciones regulares con el espíritu del mismísimo Seti I. Para Dorothy, lo profesional y lo espiritual no estaban reñidos. Más bien formaban parte de una misma misión que trascendía el tiempo.
Pero el momento culminante de su vida llega cuando es destinada al lugar que la había obsesionado desde la niñez: el templo de Abydos. No era solo una excavación más, era el escenario de sus sueños, su hogar espiritual, el epicentro de todo lo que había creído recordar. Instalada en una sencilla casa de adobe junto al recinto, Dorothy —Omm Seti— empieza a trabajar con una devoción que va más allá del deber profesional. Su tarea principal es casi hercúlea: recomponer muros destruidos a partir de miles de fragmentos de piedra caliza dispersos por el suelo del templo. Pacientemente, día tras día, examina cada trozo, lo dibuja, lo compara con otros, lo alinea. Como si estuviera montando un rompecabezas milenario del que conociera, en lo más profundo, la imagen completa.
Pero hay algo más. No solo restaura el pasado físico del templo: también parece traer al presente un pasado personal. En una ocasión, mientras recorría una zona aún sin excavar del templo, Omm Seti se detuvo en seco. Señaló un punto exacto y aseguró con total convicción que allí había habido un jardín sagrado, un espacio de reposo y ofrendas junto a un estanque. Los arqueólogos, movidos más por cortesía que por fe, accedieron a comprobarlo. Lo que encontraron dejó a todos sin palabras: restos de alineaciones de piedra, canales de irrigación y huellas de plantas que coincidían con la descripción que ella había dado. No era una suposición genérica, sino una predicción de precisión quirúrgica.
En otra ocasión, habló de un pasadizo oculto bajo uno de los muros, un corredor ceremonial que, según sus recuerdos, conducía a una cámara interna. De nuevo, su afirmación fue recibida con escepticismo. Pero cuando las excavaciones se dirigieron al lugar indicado, el túnel apareció, sellado desde hacía siglos, justo donde ella lo había descrito.
Estos episodios no son únicos. También predijo la ubicación de ciertas inscripciones que no estaban catalogadas, y sugirió la disposición original de piezas destruidas o desplazadas por terremotos y saqueos. En todos los casos, su guía fue una mezcla extraña de intuición, erudición autodidacta y, según ella, recuerdos de una vida anterior. A ojos de muchos, aquello rozaba lo sobrenatural; para otros, era el fruto de una inteligencia sensible, obsesiva y entrenada. Para Omm Seti, era algo mucho más sencillo: era memoria. Memoria de lo vivido. Memoria de lo amado.
Aunque no todas sus afirmaciones logran confirmarse —como su insistencia en que bajo el templo hay una biblioteca secreta con textos sagrados—, su dominio de los rituales, del calendario litúrgico y de la cosmovisión egipcia antigua es tan exhaustivo que incluso egiptólogos formados en universidades extranjeras acuden a consultarla. Sabe qué plegaria se recitaba en qué noche del año, cómo se preparaba una ofrenda para Isis, qué jeroglífico debía ir en qué esquina de una pared que ya no existe. A veces parecía no estar descubriendo cosas, sino recordándolas. Y eso, por absurdo que suene, es lo que más desconcertaba a quienes trabajaban con ella.
En los últimos años de su vida, Omm Seti se convierte en leyenda. Participa en documentales, recibe visitantes que buscan respuestas y escribe un libro sobre Abydos. Muere en 1981, fiel hasta el final a sus creencias, y es enterrada de espaldas al sol poniente, como mandaban los rituales de los antiguos egipcios.
Después de leer todo esto, ¿cómo deberíamos interpretar esta historia? Desde una perspectiva escéptica, hay muchas explicaciones más verosímiles que la reencarnación: una caída traumática, una infancia influida por la fascinación egipcia de la época, una personalidad sugestionable, conocimientos adquiridos desde joven, incluso cierto grado de mitomanía. Pero también está la otra posibilidad, la que hace que algunos lectores quieran creer: que en un rincón del mundo una mujer supo cosas que no debería saber, y pasó la vida intentando reparar un destino inconcluso.
Sea como fuere, la historia de Omm Seti es un ejemplo fascinante de cómo la mente humana puede entrelazar pasado, deseo, identidad y creencia en una narración poderosísima. No hace falta creer en reencarnaciones para reconocer que su vida fue, como poco, digna de una película.
Lon
22/05/25 19:15
Joder ¿no hay nadie que en una vida anterior haya sido un don nadie? Todos han sido sacerdotes, reyes, magos, políticos, pintores o escritores.
lamentira
22/05/25 22:33
A lo mejor en esos casos no se quiere recordar la vida pasada